Hay una muerte que no termina de morir

Ramiro Sanchiz

2025

–Hay una muerte que no termina de morir, hay un campo morfológico negativo, una presión hacia el vacío, una catástrofe de la forma. Sin cuerpo y sin órganos, apenas un sin, un pecado ontológico, el ser como glitch y como residuo, basura, sedimento producido por el loop a través de la (des)acumulación de los grumos del output que se resisten a pasar por el input. Porque  todo proceso de desterritorialización y desterritorialización ha producido always already una maraña de residuos que trascienden a la producción de la producción; entonces cuando solo te queda repetir…

De pronto la voz del ciberespacio –partís del espacio y en el espacio siempre es 1982, los callejones del Ensanche, las consolas Ono Sendai, los asesinos, los agentes y la tripulación superhumana de los clanes Tessier-Ashpool, Tyrell y Weyland Yutani– se deshace en ruido gris claro sobre el espacio de hondura infinta de una pantalla casi negra, cuyo color tiene la temperatura exacta del fondo de radiación de microondas.

El hielo (casi) absoluto te recorre la espina dorsal mientras las palabras se pierden en un invierno –Wintermute– de (des)significación.  ¿O es el infierno congelado de la fenomenología del espíritu como retorno de los grandes antiguos?

Hegel es Cthulhu y también es Skynet, atinás a pensar. He(ge)l(l)/Cthe(ge)ll. Pero tu disco duro ya se congeló y los patrones de teselación del ciberespacio se aglomeran en el iceberg que espera al Titanic prometeico que transporta a quienes se dicen humanidad. Eso sí: antes de hundirte lo vas a comprendér: a la voz que acabás de escuchar podrías haberle respondido que esa maraña de residuos no es otra cosa que lo que fuiste siempre,

que no hay otra ontología,

hauntología digital,

que tu cuerpo está hecho de la thing that should not be,

de la mercancía extraña,

de lo que sobra de la producción de la producción,

de los gráficos de un arcade cuyo nombre no podés recordar,

creepypasta al que ya nadie reza,

negar estar ahí.

Pero la transmisión retorna de pronto. Ahora la pensás como la voz del océano de Solaris, aunque las olas que enfrentás –puede ser ese videojuego en el que te perdiste a los trece años pero también se parece a la geología en fast forward mientras desde la Soundblaster que enchufabas a tu PC 486 vibraba el sonido que siempre hizo resonar la corteza terrestre en un tempo de millones de años– sacuden placas madre, mandos de Nintendo y SuperNintendo, joysticks Atari, DVDs, cartuchos de backup en cinta, discos duros, disquetes, cabezas escritoras (¿y borradoras?) de impresoras de matriz de puntos camufladas con las líneas verdes y blancas de las hojas de papel fanfold. Entre cables, entre virtualidad material, escuchas el zumbido helado que raya la estática de tu sistema nervioso. El calor que (s)obra (de) la ciudad, de las granjas cripto, del agua que enfría tu inteligencia orgánico-artificial y el ciclo de producción de los paneles solares evolucionados por las cianobacterias y su fotosíntesis exterminadora de células anaeróbicas. La primera Gran Extinción: el ruido como antídoto de hielo mientras afuera se aglomera el calor, como ontología avant garde, una cadena dadaísta/música ambient generativa/cut-ups analógico-digitales/escritura asémica/necromodernismo aplicado de significantes cuyo significado no vas a poder hacer encajar ni tampoco a descartar. Es que algo –siempre es algo, aunque lo que lo hace ser a la vez lo haga hueco, grilla, pixeles pulverizados– te está hablando desde el futuro del pasado –en el espacio siempre es 1982,  repetís– pero también desde ese futuro que no puede sino haber sido pasado siempre. Pensás en tu Chernobyl 4K, en la radiación HD-2D del accidente de Goiânia, en la Ciberatlántida, en la Lemuria digital, en las datacumbas de Mu y la utopía Cybersin. Pero hace frío. Es julio, llueve, hay viento y en alguna parte de toda esta maraña estás recorriendo una ciudad que nunca supo qué hacer con el clima. Porque los campos morfológicos, la pura potencialidad de forma darwiniana, te hacen acordar de la arquitectura hermosa y hostil de Montevideo, con sus edificios como losas de un art decó que siempre habrá de llegar tarde al retrofuturo. Descubriste la espuma del Río de la Plata, quizá en plena era ediacárica, quizá en un futuro postorgánico, y en sus movimientos (pensás también en el humo de un cigarro que fuma Mallarmé, en la película animada de todas las manchas de humedad en las paredes de tu vida) hay algo que no podés leer pero que sabés que te está hablando.

Entonces todo comienza otra vez. La voz te vuelve a decir que hay una muerte que no termina de morir y que hay un campo morfológico negativo, pero cuando estás a punto de responderle todas sus palabras de vuelven líneas que han sobrevivido al vórtice

a las palabras

que han vuelto

del vórtice

y toda la maquinaria soviética y los campos nucleares y las zonas radioactivas

habrán de confluir en Montevideo, en las variaciones del Palacio Salvo, en franjas alfanuméricas

donde de pronto la ciudad rota y se rompe a través de un espacio con más dimensiones de las que podrás jamar entender y ves cada momento el reto de su repetición cristalina, su molécula regular, casi regular, el zoom que te ofrece de nuevo el sedimento, el glitch en la representación del fractal.

¿Vas a empezar de nuevo? ¿Vas a volver a decir esta nada y este sedimento?

¿Va eso que te mueve a recomenzar el mismo nivel?

Nunca lo supiste, nunca lo sabrás. Tan solo te queda repetir el loop que te conforma.